Fijando los ojos en el señor Wemmick, mientras íbamos andando, para observar su apariencia a la luz del día, vi que era un hombre seco, de estatura algo baja, con cara cuadrada que parecía de madera y de expresión tal como si hubiese sido tallada con una gubia poco afilada. Había en aquel rostro algunas señales que podrían haber sido hoyuelos si el material hubiese sido más blando o la herramienta más cortante, pero tal como aparecían no eran más que mellas. El cincel hizo dos o tres tentativas para embellecer su nariz, pero la abandonó sin esforzarse en pulirla. Por el mal estado de su ropa blanca lo juzgué soltero, y parecía haber sufrido numerosas pérdidas familiares, porque llevaba varias sortijas negras, además de un broche que representaba a una señora junto a un sauce llorón y a una tumba en la que había una urna. También me fijé en las sortijas y en los sellos que colgaban de la cadena de su reloj, como si estuviese cargada de recuerdos de amigos desaparecidos. Tenía los ojos brillantes, pequeños, agudos y negros, y labios delgados y moteados. Contaría entonces, según me parece, de cuarenta a cincuenta años. - ¿De manera que nunca había estado usted en Londres? - me preguntó el señor Wemmick. - No - le contesté. - En un tiempo, yo también fui nuevo aquí - dijo él -Me parece raro que fuese así. - De manera que ahora lo conocerá usted perfectamente. - Ya lo creo - contestó el señor Wemmick -. Conozco los sentimientos de la ciudad. - ¿No es un lugar muy malo? - pregunté, más por decir algo que por el deseo de informarme. - En Londres le pueden timar, robar y asesinar a uno. Pero hay en todas partes mucha gente dispuesta a ser víctimas de eso. - Eso en caso de que exista alguna animosidad entre uno mismo y los malhechores - dije para suavizar algo el peligro. - ¡Oh, no sé nada de animosidades! - replicó el señor Wemmick -. No hay necesidad de que exista tal cosa. Sencillamente, hacen esas fechorías si gracias a ellas pueden quedarse con algo de valor. - Eso empeora el caso. - ¿Lo cree usted? - preguntó el señor Wemmick -. Me parece que es casi lo mismo. Llevaba el sombrero echado hacia atrás y miraba en línea recta ante él. Andaba como si nada en la calle fuese capaz de llamarle la atención. Su boca se parecía a un buzón de correos y tenía un aspecto maquinal de que sonreía, y llegamos a lo alto de la colina de Holborn antes de que yo me diese cuenta de este detalle y de que, realmente, no sonreía. - ¿Sabe usted dónde vive el señor Pocket? - pregunté al señor Wemmick. - Sí - contestó señalando con un movimiento de la cabeza la dirección en que se hallaba la casa -. En Hammersmith, al oeste de Londres. - ¿Está lejos? - Ya lo creo. A cosa de unas cinco millas. - ¿Le conoce usted? - ¡Caramba! ¡Es usted un maestro en hacer preguntas! - exclamó el señor Wemmick mirándome con aire de aprobación -. Sí, le conozco. Le conozco. En el tono de sus palabras se adivinaba una tolerancia o desdén que me causó mal efecto; yo continuaba con la cabeza ladeada, mirando al bloque que constituía su rostro, en busca de alguna ilustración alentadora para el texto, cuando anunció que estábamos en la Posada de Barnard. Mi depresión no desapareció al oír estas palabras, porque me había imaginado que aquel establecimiento sería un hotel, propiedad de un señor Barnard, en comparación con el cual el Jabalí Azul de nuestro pueblo no sería más que una taberna. Pero, en cambio de eso, pude observar que Barnard era un espíritu sin cuerpo o una ficción, y su Posada, la colección más sucia de construcciones míseras que jamás se vieron apretadas una por otra en un fétido rincón, como si fuera un lugar de reunión para los gatos. Entramos por un portillo en aquel asilo y fuimos a parar por un pasillo a un espacio cuadrado y muy triste que me pareció un cementerio. Observé que allí había los más tristes árboles, los gorriones más melancólicos, los más lúgubres gatos y las más afligidas casas (en número de media docena, más o menos) que jamás había visto en la vida. Me pareció que las series de ventanas de las habitaciones en que estaban divididas las casas se hallaban en todos los estados posibles de decadencia de persianas y cortinas, de inservibles macetas, de vidrios rotos, de marchitez llena de polvo y de miserables recursos para tapar sus agujeros. En cada una de las habitaciones desalquiladas, que eran bastantes, se veían letreros que decían: «Por alquilar», y eso me daba casi la impresión de que allí ya no iban más que desgraciados y que la venganza del alma de Barnard se había aplacado lentamente con el suicidio gradual de los actuales huéspedes y su inhumación laica bajo la arena. Unos sucios velos de hollín y de humo adornaban aquella abandonada creación de Barnard, y habían esparcido abundante ceniza sobre su cabeza, que sufría castigo y humillación como si no fuese más que un depósito de polvo. Eso por lo que respecta a mi sentido de la vista, en tanto que la podredumbre húmeda y seca y cuanta se produce en los desvanes y en los sótanos abandonados-podredumbre de ratas y ratones, de chinches y de cuadras, que, por lo demás, estaban muy cerca -, todo eso molestaba grandemente mi olfato y parecía recomendarme con acento quejumbroso: «Pruebe la mixtura de Barnard.» Tan deficiente era esta realización de la primera cosa que veía relacionada con mi gran porvenir, que miré con tristeza al señor Wemmick. -¡Ah!-dijo éste sin comprenderme-, este lugar le recuerda el campo. Lo mismo me pasa a mí. Me llevó a un rincón y me hizo subir un tramo de escalera que, según me pareció, iba muriendo lentamente al convertirse en serrín, de manera que, muy poco después, los huéspedes de los pisos altos saldrían a las puertas de sus habitaciones observando que ya no tenían medios de bajar a la calle, y así llegamos a una serie de habitaciones situadas en el último piso. En la puerta había un letrero pintado, que decía: «SEÑOR POCKET, HIJO», y en la ranura del buzón estaba colgada una etiqueta en la que se leía: «Volverá en breve». - Seguramente no se figuraba que usted vendría tan pronto - explicó el señor Wemmick -. ¿Me necesita todavía? - No; muchas gracias - le dije. - Como soy encargado de la caja - observó el señor Wemmick -, tendremos frecuentes ocasiones de vernos. Buenos días. -Buenos días. Tendí la mano, y el señor Wemmick la miró, al principio, como figurándose que necesitaba algo. Luego me miró y, corrigiéndose, dijo: - ¡Claro! Sí, señor. ¿Tiene usted la costumbre de dar la mano? Yo me quedé algo confuso, creyendo que aquello ya no sería moda en Londres, y le contesté afirmativamente. - Yo he perdido ya la costumbre de tal manera... - dijo el señor Wemmick-, exceptuando cuando me despido en definitiva de alguien. Celebro mucho haberle conocido. Buenos días. Cuando nos hubimos dado la mano y él se marchó, abrí la ventana de la escalera y a punto estuve de quedar decapitado, porque, como no ajustaba bien, bajó la vidriera como la cuchilla de la guillotina. Felizmente, no acabé de sacar la cabeza. Después de esta salvación milagrosa, me contenté con gozar de una vista brumosa de la posada a través del polvo y la suciedad que cubrían el vidrio, y me quedé mirando tristemente al exterior, diciéndome a mí mismo que, sin duda alguna, Londres no estaba a la altura de su fama. La idea que el señor Pocket, hijo, volvería «en breve» no era la mia sin duda alguna, porque había estado mirando hacia fuera por espacio de media hora y pude escribir varias veces mi nombre con el dedo en la suciedad de cada uno de los vidrios de la ventana antes de que oyese pasos en la escalera. Gradualmente se me aparecieron el sombrero, la cabeza, el cuello de la camisa, el chaleco, los pantalones y las botas de un miembro de la sociedad de poco más o menos mi edad. Llevaba una bolsa de papel debajo de cada brazo, en una mano un cesto con fresas, y estaba sin aliento. - ¿El señor Pip? - preguntó. - ¿El señor Pocket? - le contesté. - ¡Dios mío! - exclamó -. Lo siento muchísimo, pero me dijeron que llegaba un coche desde su pueblo a cosa de mediodía, y me figuré que vendría usted en él. El hecho es que acabo de salir por su causa, no porque eso sea una excusa, sino porque me dije que a su llegada del campo le gustaría poder tomar un poco de fruta después de comer, y por eso fui al mercado de Covent Garden para comprarla buena. Por una razón que yo me sabía, parecíame como si los ojos se me quisieran saltar de las órbitas. De un modo incoherente le di las gracias por su atención y empecé a figurarme que soñaba. - ¡Caramba! - exclamó el señor Pocket, hijo -. Esta puerta se agarra de un modo extraordinario. Mientras luchaba contra la puerta estaba convirtiendo la fruta en pasta, pues continuaban debajo de sus brazos las bolsas de papel. Por eso le rogué que me lo entregase todo. Lo hizo así con agradable sonrisa y empezó a luchar con la puerta como si ésta fuese una fiera. Por fin se rindió de un modo tan repentino que él vino a chocar contra mí, y yo, retrocediendo, fui a dar contra la puerta opuesta, y ambos nos echamos a reír. Pero aún me parecía que se me iban a saltar los ojos y como si estuviera soñando. - Haga el favor de entrar-dijo el señor Pocket, hijo-. Permítame que le enseñe el camino. Dispongo aquí de pocas comodidades, mas espero que lo pasará usted de un modo tolerable hasta el lunes. Mi padre creyó que pasaría usted el día de mañana mejor conmigo que con él y que le gustar ír tal vez dar un paseo por Londres. Por mi parte, me será muy agradable mostrarle la capital. En cuanto a nuestra mesa, creo que no la encontrará mal provista, porque nos servirán desde el café inmediato, y he de anadir que ello será a las expensas de usted, porque tales son las instrucciones recibidas del señor Jaggers. En cuanto a nuestro alojamiento, no es espléndido en manera alguna, porque yo he de ganarme el pan y mi padre no tiene nada que darme, aunque yo no lo tomaría en el caso de que lo tuviese. Ésta es nuestra sala, que contiene las sillas, las mesas, la alfombra y lo demás que he podido traerme de mi casa. No debe usted figurarse que el mantel, las cucharas y las vinagreras son míos, porque los han mandado para usted desde el café. Éste es mi pequeño dormitorio; un poco mohoso, pero hay que tener en cuenta que Barnard también lo es. Éste es el dormitorio de usted. Se han alquilado los muebles para esta ocasión, mas espero que le parecerán convenientes para el objeto; si necesita algo, iré a buscarlo. Estas habitaciones están algo retiradas y, por lo tanto, estaremos solos; pero me atrevo a esperar que no nos pelearemos. ¡Dios mío!, perdóneme. No me había dado cuenta de que sigue usted sosteniendo la fruta. Déjeme que le tome estas bolsas. Estoy casi avergonzado. Mientras yo estaba frente al señor Pocket, hijo, entregándole las bolsas de papel, observé que en sus ojos aparecía la misma expresión de asombro que había en los míos y retrocedió exclamando: - ¡Dios mío! ¡Es usted aquel muchacho! - Y usted - dije yo - es el joven caballero pálido. |