El joven caballero pálido y yo nos quedamos contemplándonos mutuamente en la Posada de Barnard hasta que ambos nos echamos a reír a carcajadas. - ¿Quién se iba a figurar que sería usted? - exclamó. - ¿Y cómo podía imaginarme que fuese usted? - dije yo a mi vez. Luego nos contemplamos otra vez y de nuevo nos echamos a reír. - Perfectamente - dijo el joven caballero pálido, ofreciéndome afablemente la mano - Espero que considerará usted terminado el asunto y que me perdonará magnánimamente los golpes que le di aquel día. Por estas palabras comprendí que el señor Herbert Pocket, porque así se llamaba el joven, seguía confundiendo su intención con la realidad. Pero yo contesté modestamente y nos estrechamos las manos con afecto. - Supongo que entonces no había usted empezado a gozar de su buena fortuna - dijo Herbert Pocket. - No - le contesté. - Tiene usted razón - confirmó él -. Me he enterado de que eso ocurrió hace muy poco tiempo. Entonces yo estaba buscando mi fortuna. - ¿De veras? -Así es. La señorita Havisham me hizo llamar para ver si podía aficionarse a mí, mas parece que no pudo... En fin, que no lo hizo. A mí me pareció cortés observar que ello me sorprendía mucho. - Dio pruebas de mal gusto - exclamó Herbert riéndose, - pero así fue. Sí, me hizo llamar para que le hiciese una visita de prueba, y me parece que si el resultado hubiese sido satisfactorio, habría alcanzado algo; tal vez pudiera haber sido... - e hizo una pausa - eso... para Estella. - ¿Qué es eso? - pregunté con repentina seriedad. Él estaba poniendo la fruta en unos platos mientras hablábamos, y como su atención estaba dividida, ésta fue la causa de que no encontrase la palabra conveniente. - Prometido - explicó ocupado aún con la fruta -. ¿No se llama así? ¿No es ésta la palabra? - ¿Y cómo soportó usted su desencanto? - pregunté. - ¡Bah! - me contestó -. No me importa mucho. Es una tártara. - ¿La señorita Havisham? - Tal vez ella también. Pero me refiero a Estella. Esta muchacha es dura, altanera y caprichosa en sumo grado, y la señorita Havisham la ha educado para que la vengue en los representantes del sexo masculino. - ¿Qué parentesco tiene con la señorita Havisham? - Ninguno - dijo -. Es solamente una muchacha adoptada. - ¿Por qué debe vengarse del sexo masculino? ¿Qué venzanga es ésta?' - ¡Caramba, señor Pip!-exclamó-. ¿No lo sabe usted? - No - contesté. - ¡Dios mío! Es una historia que le referiré durante la comida. Ahora permítame que le dirija una pregunta: ¿cómo fue usted allí aquel día? Se lo dije y me escuchó muy atento hasta que hube terminado. Luego se echó a reír otra vez y me preguntó si luego estuve dolorido. Yo no le pregunté a mi vez semejante cosa, porque mi convicción estaba ya perfectamente establecida acerca del particular. - Según tengo entendido, el señor Jaggers es su tutor. - Sí. - ¿Ya sabe usted que es el abogado y el hombre de negocios de la señorita Havisham y que es el único que goza de su confianza? Comprendí que esta observación me situaba en un terreno peligroso. Y con reserva, que no traté de disimular, contesté que había visto al señor Jaggers en casa de la señorita Havisham el mismo día de nuestra lucha, pero ya en ninguna otra ocasión, y que, según me figuraba, él no podía recordar haberme visto allí. - Él fue tan amable como para proponer a mi padre ser profesor de usted y le visitó para hablarle de ello. Desde luego, él conocía a mi padre por sus relaciones con la señorita Havisham. Mi padre es primo de esta última; eso no indica que existan entre ellos relaciones continuadas, porque él es mal cortesano e incapaz de adularla. Herbert Pocket tenía modales francos y naturales, verdaderamente muy atractivos. Jamás vi a nadie, antes ni después, que en cada una de sus miradas y en su tono me expresara mejor su natural incapacidad de hacer nada secreto o bajo. En su aspecto general había algo extraordinariamente esperanzado y también algo que me daba a entender que jamás sería rico o lograría el éxito. Ignoro cómo era eso. Tan sólo sé que quedé convencido de ello antes de sentarnos a comer, aunque no puedo comprender gracias a qué medios. Él era todavía un joven caballero pálido y, a pesar de su alegría y entusiasmo, se advertía en su persona cierta languidez que no parecía indicar gran fortaleza. No era hermoso de rostro, pero tenía otra cualidad mejor, pues era alegre y simpático. Su figura era un poco desgarbada, como los días en que mis puños se tomaron tales libertades con ella, pero parecía como si hubiera de ser siempre ligero y joven. Habría sido dudoso saber si la obra del señor Trabb le habría sentado mejor a él que a mí, aunque estoy persuadido de que llevaba su traje viejo mucho mejor que yo el mío nuevo. Como él se mostraba muy comunicativo, comprendí que la reserva por mi parte sería una mala correspondencia e inadecuada a nuestros años. Por consiguiente, le referí mi corta historia, haciendo hincapié en que se me había prohibido indagar quién era mi bienhechor. Añadí que, como me había educado en casa de un herrero del pueblo y conocía muy poco los modales cortesanos, consideraría muy bondadoso por su parte el que se molestase en hacerme alguna indicación en cuanto me viese apurado o cometiese alguna torpeza. -Con mucho gusto – dijo - aunque me aventuro a profetizar que necesitará usted muy pocas indicaciones. Me atrevo a creer que estaremos juntos con frecuencia, y por esto deseo alejar todo motivo de reserva entre nosotros. ¿Quiere usted hacerme el favor de llamarme desde ahora por mi nombre de pila, Herbert? Yo le di las gracias y le dije que lo haría, informándole, en cambio, de que mi nombre de pila era Felipe. - No me gusta Felipe - dijo sonriendo, - porque me recuerda a uno de esos niños malos de los libros de lectura, que era tan perezoso que se cayó en un estanque, o tan gordo que no podía ver más allá de sus ojos, o tan avariento que se guardaba el pastel hasta que se lo comían los ratones, o tan aficionado a ir a coger nidos que, una vez, le devoraron los osos que le esperaban al acecho en las cercanías. Voy a decirle a usted lo que me gustaría. Reina entre nosotros tal armonía y usted ha sido herrero... ¿No tendrá inconveniente? - Vamos a ver lo que propone usted - contesté -; pero hasta ahora no le entiendo. - ¿No le gustaría que le llamase Haendel como nombre familiar? Hay una encantadora obra musical de Haendel, llamada El herrero armonioso. - Me gustaría mucho. - Pues entonces, mi querido Haendel - dijo volviéndose en el mismo momento en que se abría la puerta -, aquí está la comida, y debo rogarle que se siente a la cabecera de la mesa, porque paga usted. Yo no quise oír hablar de ello, de modo que él se sentó a la cabecera y yo frente a él. Era una cena bastante apetitosa, que entonces me pareció un festín digno del lord mayor y que adquirió mayor encanto por estar completamente independientes, pues no había personas de edad con nosotros, y Londres nos rodeaba. Además, hubo en todo cierto carácter nómada o gitano, que acabó de dar encanto al banquete; porque mientras la mesa era, según podía haber dicho el señor Pumblechook, el regazo del lujo y de la esplendidez-pues fue servida desde el café más cercano -, la región circundante de la sala tenía un carácter de desolación que obligó al camarero a seguir la mala costumbre de poner las tapaderas en el suelo, que, por cierto, estuvieron a punto de hacerle caer; la mantequilla derretida, en un sillón de brazos; el pan, en los estantes de la librería; el queso, en el cubo del carbón, y el pollo guisado, sobre mi cama, que estaba en la habitación inmediata; de manera que cuando aquella noche me retiré a dormir encontré una parte de manteca y de perejil en estado de congelación. Pero todo eso hizo delicioso mi festín, y cuando el camarero no estuvo allí para observarme, mi contento no tuvo igual. Habíamos empezado a comer, cuando recordé a Herbert su promesa de referirme la historia de la señorita Havisham. - Es verdad – replicó, - y voy a hacerlo inmediatamente. Permítame que antes le dirija una observación, Haendel, haciéndole notar que en Londres no es costumbre llevarse el cuchillo a la boca, tal vez por miedo de accidentes, y, aunque se reserva el tenedor para eso, no se lleva a los labios más de lo necesario. Es cosa de poca importancia, pero vale la pena de hacer como los demás. También la cuchara se usa cogiéndola no con la mano encima de ella, sino debajo. Esto tiene dos ventajas. Así se llega mejor a la boca, objeto principal de este movimiento, y se evita la actitud desagradable del codo derecho, semejante a cuando se están abriendo ostras. Me dio estos amistosos consejos de un modo tan amable y gracioso, que ambos nos echamos a reír, y yo me ruboricé un poco. - Ahora - añadió -, vamos a hablar de la señorita Havisham. Ésta, como tal vez sepa usted, fue una niña mimada. Su madre murió cuando ella era aún muy jovencita, y su padre no le negó nunca nada. Éste era un caballero rural de la región de usted y fabricante de cerveza. No comprendo la importancia que tenga el ser fabricante de cerveza; pero es innegable que, así como no se puede ser distinguido y fabricar pan, un fabricante de cerveza puede ser tan hidalgo como el primero. Esto se ve todos los días. - En cambio, un caballero no puede tener una taberna, ¿no es así? - pregunté. - De ningún modo - replicó Herbert -, pero una taberna puede tener un caballero. En fin, el señor Havisham era muy rico y muy orgulloso, y lo mismo que él era su hija. - ¿Era hija única la señorita Havisham? - pregunté. - Espere un poco, que ya llego a eso. No era hija única, sino que tenía un hermano por parte de padre. Éste se casó otra vez en secreto y, según creo, con su cocinera. - ¿No me dijo usted que era orgulloso? - observé. - Sí lo era, amigo Haendel. Precisamente se casó en secreto con su segunda mujer porque era orgulloso, y al cabo de algún tiempo ella murió. Entonces fue cuando, según tengo entendido, dio cuenta a su hija de lo que había hecho, y entonces también el muchacho empezó a formar parte de la familia y residía en la casa que usted ya conoce. Cuando el niño llegó a ser un adolescente, se convirtió en un individuo vicioso, manirroto, rebelde..., en fin, en una mala persona. Por fin su padre le desheredó, pero en la hora de la muerte se arrepintió de ello y le dejó bien dotado, aunque no tanto como a la señorita Havisham. Tome otro vaso de vino y perdóneme si le indico que la sociedad, en conjunto, no espera que un comensal sea tan concienzudo al vaciar un vaso como para volcarlo completamente con el borde apoyado en la nariz. Yo había hecho eso, atento como estaba a su relato. Le di las gracias y me excusé. Él me dijo que no había de qué y continuó: - La señorita Havisham era, entonces, una rica heredera, y ya puede usted comprender que todos la consideraban un gran partido. Su hermano tenía otra vez bastante dinero, pero entre sus deudas y sus locuras lo derrochó vergonzosamente. Había grandes diferencias entre ambos hermanos, mucho mayores que entre el muchacho y su padre, y se sospecha que él tenía muy mala voluntad a su hermana, persuadido de que fue la causa de la cólera que el padre sintió contra el hijo. Y ahora llego a la parte más cruel de la historia, aunque debo interrumpirle, mi querido Haendel, para observarle que la servilleta no se mete en el vaso. No puedo explicar por qué hacía yo aquello, pero sí he de confesar que de pronto vi que, con una perseverancia digna de mejor causa, hacía tremendos esfuerzos para comprimirla en aquellos estrechos límites. De nuevo le di las gracias y me excusé, y él, después de contestarme alegremente que no valía la pena, continuó: - Entonces apareció en escena, ya fuese en las carreras, en algún baile o en el lugar que usted prefiera, cierto hombre que empezó a hacer el amor a la señorita Havisham. Yo no le conocí, porque eso ocurrió hace veinticinco años, es decir, antes de que naciésemos usted y yo, pero he oído decir a mi padre que era hombre muy ostentoso, guapo y de buen aspecto, y, en fin, el más indicado para su propósito. Pero ni por ignorancia ni por prejuicio era posible equivocarse ni tomarle por caballero, según asegura enérgicamente mi padre; porque tiene el principio de que quien no es caballero por su condición, tampoco lo es por sus maneras. Asegura que no hay barniz capaz de ocultar el grano de la madera, y que cuanto más barniz se pone, más sale y se destaca el grano. En fin, este hombre sitió a la señorita Havisham y la cortejó, dándole a entender que la adoraba. Creo que ella no había mostrado hasta entonces mucha susceptibilidad, pero toda la que poseía apareció de pronto y se enamoró perdidamente de aquel hombre. No hay duda de que le adoraba. Él se aprovechó de aquel afecto de un modo sistemático y obtuvo de ella grandes sumas, induciéndola a que comprase a su hermano su participación en la fábrica de cerveza, que el padre le legó en un momento de debilidad, y eso a un precio enorme, con la excusa de que cuando estuvieran casados, él llevaría el negocio y lo dirigiría todo. El tutor de usted no era, en aquel tiempo, el consejero de la señorita Havisham, sin contar con que ella era, por otra parte, sobrado altanera y estaba demasiado enamorada para permitir que nadie le aconsejase. Sus parientes eran pobres e intrigantes, a excepción de mi padre; él era, a su vez, bastante pobre, pero no celoso ni servil. Era el único independiente entre todos los parientes, y avisó a su prima de que hacía demasiado por aquel hombre y que se ponía sin reservas en su poder. Ella aprovechó la primera oportunidad para ordenar, muy encolerizada, a mi padre que saliera de la casa, ello en presencia del novio, y mi padre no ha vuelto a poner los pies allí. Yo entonces recordé que la señorita Havisham había dicho: «Mateo vendrá y me verá, por fin, cuando esté tendida en esa mesa, y pregunté a Herbert si su padre estaba muy enojado contra ella. - No es eso – dijo, - pero ella le acusó, en presencia de su prometido, de sentirse defraudado en sus esperanzas de obtener dinero en su propio beneficio. De modo que si él fuese ahora a visitarla, esta acusación parecería cierta, tanto a los ojos de ella como a los de él mismo. Pero. volviendo al hombre, para contar cómo acabó la cosa, le diré que se fijó el día de la boda, se preparó el equipo de la novia, se decidió el viaje para la luna de miel y se invitó a los amigos y a los parientes. Y llegó el día fijado, pero no el novio. Éste escribió una carta... - Que ella recibió - interrumpí - cuando se vestía para ir a casarse. A las nueve menos veinte, ¿verdad? - Exactamente - dijo Herbert moviendo la cabeza -. Por eso ella paró todos los relojes. No puedo decirle, porque lo ignoro, cuál fue la causa de que se interrumpiera la boda. Cuando la señorita Havisham se repuso de la grave enfermedad que contrajo, ordenó que no se tocase nada de tal como estaba, y desde entonces no ha vuelto a ver la luz del día. - ¿Ésta es la historia completa? - pregunté después de reflexionar. - Por lo menos, todo lo que sé. Y aun debo añadir que todo eso que conozco fue averiguado casi por mí mismo, porque mi padre evita hablar de ello, y hasta cuando la señorita Havisham me invitó a ir a su casa no me dijeron más que lo absolutamente necesario. Pero había olvidado un detalle. Se supone que aquel hombre, en quien ella depositó indebidamente su confianza, actuaba de completo acuerdo con el hermano; es decir, que era una conspiración entre ellos y que luego se repartieron los beneficios. - Pues me extraña que no se casara con ella para hacerse dueño de todo - observé. - Tal vez estaba casado ya, y ¿quién sabe si la carta que recibió la novia fue una parte del plan de su medio hermano? - contestó Herbert -. Ya le he dicho que no estoy enterado de esto. - ¿Y qué fue de los dos hombres? - pregunté después de unos momentos de reflexión. - Según tengo entendido, se hundieron en la mayor vergüenza y degradación y quedaron arruinados. - ¿Viven todavía? - Lo ignoro. - Hace poco, me dijo usted que Estella no estaba emparentada con la señorita Havisham, sino que tan sólo había sido adoptada. ¿Cómo ocurrió eso? Herbert se encogió de hombros y contestó: - Tan sólo sé que cuando oí hablar por vez primera de la señorita Havisham, también me enteré de la existencia de Estella. Y ahora, Haendel - añadió, dejando la historia por terminada, - creo que ya existe entre nosotros una perfecta inteligencia. Todo lo que yo sé de la señorita Havisham, lo sabe usted también. - Pues igualmente - repliqué - usted sabe todo lo que yo conozco. - Lo creo. Por consiguiente, ya no puede haber dudas entre nosotros, ni competencias de ninguna clase. Y en cuanto a la condición que le impusieron para lograr este progreso en su vida, es decir, que usted no debe inquirir ni hablar de la persona a quien lo debe, puede usted estar seguro de que jamás yo, ni nadie que pertenezca a mi familia, le molestaremos acerca del particular ni haremos la más pequeña alusión. Dijo esto con tanta delicadeza, que me sentí tranquilo, aunque durante algunos años venideros debía vivir bajo el techo de su padre. Y lo dijo también de un modo tan intencionado, que comprendí que, como yo, estaba persuadido de que mi bienhechora era la señorita Havisham. No se me ocurrió antes que había aludido a aquel tema con objeto de alejarlo de nuestro camino; pero nos sentíamos los dos tan satisfechos de haber terminado con él, que entonces comprendí cuál había sido su intención. Ambos estábamos alegres y éramos sociables. Y en el curso de la conversación le pregunté qué era él. Me contestó inmediatamente: - Soy un capitalista..., un asegurador de barcos. Supongo que me vio mirar alrededor de mí en la estancia, en busca de algunos indicios porque se apresuró a decir: - En la City. Yo tenía grandes ideas acerca de la riqueza y de la importancia de los aseguradores de barcos de la City. Y empecé a pensar, lleno de pasmo, que yo me había atrevido a derribar de espaldas a un joven asegurador, amoratándole uno de sus emprendedores ojos y causándole un buen chirlo en la cabeza. Pero me tranquilizó otra vez la extraña impresión de que Herbert Pocket nunca alcanzaría el éxito ni la riqueza. -He de añadir que no estaré satisfecho empleando mi capital tan sólo en el seguro de barcos. Compraré algunas acciones buenas de compañías de seguros sobre la vida y procuraré intervenir en la dirección de capital o de barcos. También me dedicaré un poco a las minas, y eso no me impedirá cargar algunos millares de toneladas por mi propia cuenta. Me propongo traficar - dijo, reclinándose en su silla -con las Indias Occidentales, y especialmente en sedas, chales, especias, tintes, drogas y maderas preciosas. Es un tráfico muy interesante. - ¿Y se alcanzan buenos beneficios? - pregunté. - ¡Tremendos! - me contestó. Yo me tambaleé otra vez y empecé a pensar que él tenía un porvenir mucho más espléndido que el mío propio. - Me parece - añadió metiendo los pulgares en los bolsillos de su chaleco, - me parece que también traficaré con las Indias Occidentales, para traer de allí azúcar, tabaco y ron. Asimismo, estaré en relaciones con Ceilán para importar colmillos de elefante. - Para eso necesitará usted muchos barcos - dije. - ¡Oh!, una flota completa. En extremo anonadado por la magnificencia de aquellas transacciones, le pregunté a qué negocios se dedicaban preferentemente los barcos que aseguraba. - En realidad no he empezado a asegurar todavía - contestó -. Por ahora estoy observando alrededor de mí. Aquello me pareció estar ya de acuerdo con la Posada de Barnard, y por eso, con acento de convicción, exclamé: - ¡Ah, ya! - Sí. Estoy en una oficina, y por ahora observo lo que pasa alrededor. - ¿Se gana dinero en una oficina? - pregunté. -Para... ¿Quiere usted decir para los jóvenes que están allí empleados? - preguntó a guisa de respuesta. - Sí. Por ejemplo, para usted. - Pues... pues... para mí, no. - Dijo esto con el mismo cuidado de quien trata de equilibrar exactamente los platillos de una balanza -. No es directamente provechoso. Es decir, que no me pagan nada y yo he... y yo he de mantenerme. Esto no ofrecía ningún aspecto provechoso, y meneé la cabeza como para significar la dificultad de lograr aquel enorme capital con semejante fuente de ingresos. - Pero lo importante es - añadió Herbert Pocket - que uno puede observar alrededor de él. Eso es lo principal. Está usted empleado en una oficina, y entonces hay la posibilidad de observar alrededor. Me llamó la atención la deducción singular que podía hacerse de que quien no estuviera en una oficina no podría observar alrededor de él, pero, silenciosamente, me remití a su experiencia. - Luego llega una ocasión - dijo Herbert - en que usted observa una salida. Se aprovecha usted de ella, se hace un capital y entonces ya se está en situación. Y en cuanto se ha hecho un capital, solamente falta emplearlo. Tal modo de hablar estaba de acuerdo con la conducta que siguió en el jardín. También el modo de soportar su pobreza correspondía al que mostró para aceptar aquella derrota. Me pareció que ahora recibía todos los golpes y todos los puñetazos con el mismo buen ánimo con que en otro tiempo recibió los míos. Era evidente que no tenía consigo más que lo absolutamente necesario, porque todo lo demás había sido mandado allí por mi causa, desde el café o desde otra parte cualquiera. Sin embargo, como había ya hecho su fortuna, aunque tan sólo en su mente, mostraba tal modestia, que yo me sentí agradecido de que no se enorgulleciese de ella. Esto fue otra buena cualidad que añadir a su agradable carácter, y así continuamos haciéndonos muy amigos. Por la tarde fuimos a dar un paseo por las calles, y entramos en el teatro, a mitad de precio; al día siguiente visitamos la iglesia de la Abadía de Westminster y pasamos la tarde paseando por los parques. Allí me pregunté quién herraría todos los caballos que pasaron ante mí, y deseé que Joe se hubiese podido encargar de aquel trabajo. Calculando moderadamente, aquel domingo hacía ya varios meses que dejé a Joe y a Biddy. El espacio interpuesto entre ellos y yo se aumentó igualmente en mi memoria, y nuestros marjales se me aparecían más distantes cada vez. El hecho de que yo hubiera podido estar en nuestra antigua iglesia llevando mi viejo traje de las fiestas tan sólo el domingo anterior, me parecía una combinación de imposibilidades tanto geográficas como sociales, o solares y lunares. Sin embargo, en las calles de Londres, tan llenas de gente y tan brillantemente iluminadas al atardecer, había deprimentes alusiones y reproches por el hecho de que yo hubiese situado a tanta distancia la pobre y vieja cocina de mi casa; y en plena noche, los pasos de algún impostor e incapaz portero que anduviera por las cercanías de la Posada de Barnard con la excusa de vigilarla penetraban profundamente en mi corazón. El lunes por la mañana, a las nueve menos cuarto, Herbert se marchó a la oficina para trabajar, y supongo que también para observar alrededor de él, y yo le acompañé. Una o dos horas después tenía que salir para acompañarme a Hemmersmith, y yo tenía que esperarle. Me pareció que los huevos en que se incubaban los jóvenes aseguradores eran dejados en el polvo y al calor, como los de avestruz, a juzgar por los lugares en que aquellos gigantes incipientes se albergaban en las mañanas del lunes. La oficina a que asistió Herbert no me pareció un excelente observatorio, porque estaba situada en la parte trasera y en el segundo piso de una casa; tenía un aspecto muy triste, y las ventanas daban a un patio interior y no a ninguna atalaya. Esperé hasta que fue mediodía y me fui a la Bolsa, en donde vi hombres vellosos sentados allí, en la sección de embarques y a quienes tomé por grandes comerciantes, aunque no pude comprender por qué parecían estar todos tan enojados. Cuando llegó Herbert salimos y tomamos el lunch en un establecimiento famoso, que yo entonces veneraba casi, pero del que ahora creo que fue la más abyecta superstición de Europa y en donde ni aun entonces pude dejar de notar que había mucha más salsa en los manteles, en los cuchillos y en los paños de los camareros que en los mismos platos que servían. Una vez terminada aquella colación de precio moderado, teniendo en cuenta la grasa que no se cargaba a los clientes, regresamos a la Posada de Barnard, cogí mi maletín y luego ambos tomamos un coche hacia Hammersmith. Llegamos allí a las dos o a las tres de la tarde y tuvimos que andar muy poco para llegar a la casa del señor Pocket. Levantando el picaporte de una puerta pasamos directamente a un jardincito que daba al río y en el cual jugaban los niños del señor Pocket. Y a menos que yo me engañe a mí mismo, en un punto en que mis intereses o mis simpatías no tienen nada que ver, observe que los hijos del señor y de la señora Pocket no crecían, sino que se levantaban. La señora Pocket estaba sentada en una silla de jardín y debajo de un árbol, leyendo, con las piernas apoyadas sobre otra silla; las dos amas de la señora Pocket miraban alrededor mientras los niños jugaban. - Mamá - dijo Herbert -. Éste es el joven señor Pip. En vista de estas palabras, la señora Pocket me recibió con expresión de amable dignidad. - ¡Master Aliok y señorita Juana! - gritó una de las amas a dos de los niños -. Si saltáis de esta manera, os caeréis al río. ¿Y qué dirá entonces vuestro papá? Al mismo tiempo, el ama recogió el pañuelo de la señora Pocket y dijo: - Ya se le ha caído a usted seis veces, señora. En vista de ello, la señora Pocket se echó a reír, diciendo: - Gracias, Flopson. Y acomodándose tan sólo en una silla, continuó la lectura. Inmediatamente su rostro expresó el mayor interés, como si hubiese estado leyendo durante una semana entera, pero antes de haber recorrido media docena de líneas fijó los ojos en mí y dijo: - Espero que su mamá estará buena. Tan inesperadas palabras me pusieron en tal dificultad, que empecé a decir, del modo más absurdo posible, que, en el caso de haber existido tal persona, no tenía duda de que estaría perfectamente, de que se habría sentido muy agradecida y de que sin duda le habría mandado sus cumplimientos. Entonces el ama vino en mi auxilio. - ¡Caramba! - exclamó recogiendo otra vez el pañuelo del suelo -. Con ésta ya van siete. ¿Qué hace usted esta tarde, señora? La señora Pocket tomó el pañuelo, dando una mirada de extraordinaria sorpresa, como si no lo hubiese visto antes; luego se sonrió al reconocerlo y dijo: - Muchas gracias, Flopson. Y olvidándose de mí, continuó la lectura. Entonces observé, pues tuve tiempo de contarlos, que allí había no menos de seis pequeños Pockets en varias fases de crecimiento. Apenas había acabado de contarlo, cuando se oyó el séptimo, chillando lastimeramente desde la casa. - ¡Que llora el pequeño! - dijo Flopson como si esto la sorprendiese en alto grado-. ¡Corre, Millers! Ésta era la otra ama, y se dirigió hacia la casa; luego, paulatinamente, el chillido del niño se acalló y cesó al fin, como si fuese un joven ventrílocuo que llevase algo en la boca. La señora Pocket seguía leyendo, y yo sentí la mayor curiosidad acerca de cuál sería aquel libro. Según creo, esperábamos que apareciese el señor Pocket; así es que aguardamos allí, y tuve la oportunidad de observar el fenómeno familiar de que siempre que algún niño se acercaba a la señora Pocket mientras jugaba, se ponía en pie y tropezaba para caerse sobre ella, con el mayor asombro de la dama y grandes lamentos de los pequeños. Yo no lograba comprender tan extraña circunstancia y no pude impedir que mi cerebro empezase a formular teorías acerca del particular, cuando apareció Millers con el pequeño, el cual pasó a manos de Flopson y luego ésta se disponía a entregarlo a la señora Pocket, cuando, a su vez, se cayó de cabeza contra su ama, arrastrando al niño, y suerte que Herbert y yo la cogimos. - Pero ¿qué ocurre, Flopson? - dijo la señora Pocket apartando por un momento la mirada de su libro -. ¡Todo el mundo tropieza! - Naturalmente, señora - replicó Flopson con la cara encendida -. ¿Qué tiene usted ahí? - ¿Que qué tengo, Flopson? - preguntó la señora Pocket. - Sí, señora. Ahí tiene usted su taburete. Y como lo oculta su falda, nadie lo ve y tropieza. Eso es. Tome el niño, señora, y déme, en cambio, su libro. La señora Pocket siguió el consejo y, con la mayor inexperiencia, meció al niño en su regazo, en tanto que los demás jugaban alrededor de ella. Hacía poco que duraba esto, cuando la señora Pocket dio órdenes terminantes de que llevasen a todos los niños al interior de la casa, para echar un sueño. Entonces hice el segundo descubrimiento del día, consistente en que la crianza de los pequeños Pocket consistía en levantarse alternadamente, con algunos cortos sueños. En tales circunstancias, cuando Flopson y Millers hubieron reunido los niños en la casa, semejantes a un pequeño rebaño de ovejas, apareció el señor Pocket para conocerme. No me sorprendió mucho el observar que el señor Pocket era un caballero en cuyo rostro se reflejaba la perplejidad y que su cabello, ya gris, estaba muy desordenado, como si el pobre no encontrase la manera de poner orden en nada. |